La feminofilia es una condición que, generalmente, comienza desde las primeras etapas del desarrollo. Durante esta época, poco sabemos acerca de las causas, los motivos y, sobre todo, del enorme espectro de conductas que existen en los seres humanos.
Es una constante en generaciones como la mía y anteriores, crecer bajo una educación binaria. Cuando yo tenía alrededor de seis años, en mi hogar, en mi escuela y en la iglesia se nos enseñaba que solamente existen dos opciones: o eres hombre o eres mujer. Y para cada uno de estos casos, existen modelos de conducta preestablecidos e inalterables.
Si eres hombre, entonces vestirás camisa y pantalón y deberás mostrar fortaleza de carácter y habilidad para los deportes. Por el contrario, al ser mujer, entonces tu vestimenta consistirá en faldas y blusas, tu carácter deberá ser dulce y sensible y tus actividades estarán relacionadas con la cocina o el cuidado de bebés de plástico.
Sobra decir que esta división arbitraria de gustos y actividades causó una enorme confusión durante mi niñez y mi adolescencia. Siempre sentí ese llamado hacia lo femenino, pero por culpa de dichos estándares, no podía evitar pensar que estaba haciendo algo prohibido, algo malo. ¿Qué nos queda? Hacerlo a escondidas y con una sensación de culpa. Estoy convencida de que no soy la única travesti a quien le invadió el remordimiento después de una sesión de transformación, y que juró jamás volver a caer en las garras de la ropa femenina.
Durante mi época de secundaria, solía destinar parte de mis mesadas a la adquisición de mis primeras prendas de mujer. Generalmente se trataba de pantimedias o ropa interior, pues estas eran pequeñas y podía ocultarlas con facilidad en mi habitación. Lamentablemente, cuando esta culpa me invadía, lo primero que me provocaba era deshacerme de esa indumentaria, tirándola a la basura para prometerme nunca volver a ponerme algo similar. Claro que esta promesa nunca duraba, y tiempo después me encontraba nuevamente en el centro comercial en búsqueda de mi siguiente atuendo femenino.
Pero no era la culpa la única causante de estas purgas. Cuando entré a la preparatoria, comencé a salir con una chica en plan romántico, y tiempo después nos hicimos novios. En este punto de mi vida ya tenía una idea mucho más clara de lo que me sucedía y comenzaba a aceptar plenamente mi feminofilia, aunque no la comprendiera del todo. En mis adentros, creía firmemente que, al tener novia, estas ganas por sentirme mujer se esfumarían o, al menos, disminuirían considerablemente.
Ya para esta época había perfeccionado la habilidad para esconder mis prendas, lo que me permitía contar con una cantidad considerable de ropa. Mi estilo empezaba a decantarse por las minifaldas y las blusas de tirantes delgados, y en mi colección había ya unas cuantas. Pero, quizás cegada por la intensidad del primer amor, no dudé al momento de deshacerme de todo eso, segura de que no lo necesitaría más. Craso error. Después de un tiempo comprendí que mis ganas por sentirme femenina no respondían a la falta de un amor en mi vida, sino que eran algo que yacía en mis adentros.
Recientemente hubo una purga más. Para ponerles en contexto, resulta que hace unos cinco años experimenté un aumento en la expresión de mi personalidad femenina, producto de tener una pareja que la aceptaba y la motivaba. Al contar con su complicidad, fui ganando experiencia en temas de maquillaje y me hice de una cantidad de ropa de mujer que llegó a superar mi guardarropa masculino. Pelucas, vestidos, blusas, zapatos, bolsos, faldas, ropa interior, pantimedias, maquillaje y aretes ocupaban ya un espacio para el que mi habitación no resultaba suficiente, así que tuve que trasladar algunas de esas cosas a su casa.
La relación llegó a su fin algunos años después y no en muy buenos términos, así que, de un momento a otro, perdí más de la mitad de mis atuendos. Luego, al iniciar una nueva relación y teniendo en cuenta que mi pareja ya no veía con buenos ojos esta conducta, me vi en la necesidad de guardar mi ropa restante fuera de mi casa, perdiendo el acceso rápido a ella.
En todas estas purgas he visto una constante: puede ser que en el momento estemos convencidas de que nunca volveremos a enfundarnos en una falda o un vestido, y que la determinación sea fuerte en un momento dado, pero las ganas siempre regresarán. Y esas ganas nos llevarán a adquirir algo discreto y pequeño quizás, solo suficiente para saciar el apetito primigenio. Pero eso dará comienzo nuevamente a la bola de nieve que causará que nuestro guardarropa de mujer vaya aumentando de tamaño hasta que, de nuevo, ocupe un espacio que sea difícil de ocultar.
Quizás es parte de un ciclo sin fin.