-Hola, Nadia.
-¡Hey! Hola, qué milagro que me hablas directamente.
-Lo sé. Es que nunca nos hemos cruzado, pues cuando tú llegas yo me tengo que ir y viceversa. Solo sé de tu existencia por el relajo que dejas y que yo tengo que recoger cuando te vas.
-¡Mira quién lo dice! El que usa mi cuerpo y lo deja lleno de vellos, mismos que me tardo más de una hora en retirar.
-Bueno, basta de reclamos. ¿Cómo estás?
-Pues aquí encerrada. Un poco aburrida, ya que hace algún tiempo que no salgo libremente. Has estado muy arraigado en los últimos días. ¿Todo bien?
-Sí. Bueno, más o menos. Fíjate que durante este año he estado experimentando algunos cambios. Me mudé de domicilio y sigo en el proceso de acostumbrarme a mi nuevo hogar. No he terminado de desempacar y no he podido ordenar tus cosas, que siguen metidas en las cajas. Por cierto, ¡vaya guardarropa, eh! Ocupa más espacio que mis atuendos.
-Ay, ¡qué pena! Siento que mis cosas ocupen tanto espacio. El problema es que ni yo misma me di cuenta de cómo fui adquiriéndolas. Un día compraba una blusita, luego unos zapatos, después alguna que otra falda, una peluca por allá, un vestido por acullá y, de repente, tengo maletas llenas de cosas.
-No te preocupes. Me gusta tener tus cosas, pues eres parte inseparable de mi propio ser. Es solo que, al tener tus pertenencias todavía empacadas, no me atrevo a invitarte a que vengas en tu plenitud y tomes el control de mi vida por algunas semanas, como acostumbras hacer. Pero te prometo agendarte un espacio próximamente e invitarte a que me visites al menos un fin de semana.
-¡Me encantaría! Fíjate que, mientras he estado alejada, he pensado en algunas ideas para cuando regrese. Tengo algunos planes que sé que te encantarán. Además, ¡no creas que no he notado que has subido de peso, jovencito! Y procrastinas demasiado.
-Tienes toda la razón, Nadia. ¡Discúlpame! Cuando tú te vas y veo los resultados de tu esfuerzo con el ejercicio, realmente quisiera continuar el trabajo, pero sabes bien que nunca he sido muy constante. Me esfuerzo por algunos días, pero después me desentiendo y hasta dejo de rasurar las piernas y el pecho. Por eso encuentras un desastre cada que llegas.
-Ay, niño ¡niño! ¿Qué haremos contigo? Bueno, ya ni modo. En cuanto regrese tomaré de nuevo las riendas.
-Oye, y ¿qué haces cuando no estás presente?
-Ja, ja, ja. ¡Siempre estoy presente! Nunca me voy del todo. Es imposible. Sí, es verdad que no siempre puedo aparecer cuando te miras en el espejo. El reflejo no va a ser el de una mujer todo el tiempo. Quizá tú ves a un hombre con barba, con las cejas desarregladas, ataviado con una aburrida playera, jeans, unos empolvados tenis y una sudadera. Pero por dentro estoy yo. Aparezco de repente cuando no te das cuenta. Cuando llenas un formulario y te dan ganas de marcar el cuadrito de “femenino” en lugar de “masculino” en el apartado de género. Cuando, en tus soliloquios, te refieres a tu persona en femenino. Cuando cruzas la pierna de manera diferente. Cuando escribes en tu libreta con espirales rosas y con tu lapicero de tinta morada con brillitos.
» Aquí estoy siempre. Tal vez mi imagen no se manifieste, pero soy yo quien está pensando en ideas para escribir en el blog, en videos para el canal, en contenido para las redes sociales. Quien administra las finanzas para saber si esta quincena podemos darnos el gusto de comprar esa prenda, ese accesorio, ese maquillaje. Soy como una app que está permanentemente corriendo en segundo plano.
-¡Es verdad! Vaya, eso me da muchísimo gusto, ¿sabes? Porque significa que entonces no te tengo reprimida. No estás encerrada. Eres libre de salir cuando tú quieras, de asomarte al mundo y dejar tu huella, aunque los demás no sepan que eres tú y crean que soy nada más yo. Eres la parte responsable de que yo sea una persona especial. ¡Gracias!
-¡De nada! Aquí estaré cuando me necesites. ¡Ah! Pero una cosa más. Ya, en serio, en buena onda, ponle más empeño a tu imagen personal. Algún día me lo agradecerás.