La boda de mi mejor amiga. Antecedentes.

Desde que era muy pequeña he sentido el llamado hacia lo femenino. Cada que se presentaba la oportunidad para ataviarme con prendas de mujer, la aprovechaba. Durante la mayor parte de mi vida fue un secreto que no compartí con nadie. A diferencia de otras travestis, cuyos testimonios he leído en diferentes redes sociales, a mí nunca me descubrieron “vistiéndome”, lo que quiere decir que ni siquiera mis padres conocían ese lado mío.

Me tocó ser hija única, lo cual puede ser visto como una ventaja o una desventaja dependiendo del punto desde donde se mire. Era una ventaja en el sentido de que, debido a que mis dos padres trabajaban, cuando estudiaba la secundaria y la preparatoria tenía las tardes solo para mí, con toda la casa a mi disposición para transformarme en mi yo femenino. La desventaja estribaba en que, al no tener hermanas, la única ropa a la que tenía acceso era la de mi mamá, que no era muy juvenil que digamos.

Cuando egresé de la universidad y tan pronto tuve mi primer trabajo, renté una casa para irme a vivir sola. Siempre había tenido ganas de hacerlo, por obvias razones. La verdad en mi empleo me iba bastante bien económicamente, así que de manera muy rápida pude hacerme de un guardarropa femenino de tamaño considerable. Las faldas eran mis prendas favoritas, y en cuestión de unos cuantos meses ya había acumulado cerca de cincuenta.

Comencé a pasar más tiempo vestida de mujer que de hombre. Todos los días llevaba puesta ropa interior femenina, bra y pantimedias por debajo del traje que era obligatorio usar en la oficina. Por la tarde, al llegar a casa, sentía como si el pantalón y la camisa estuvieran en llamas y me quemaran, por lo que procedía a quitármelos lo antes posible y a vestirme de una manera más acorde con mi sentir femenino.

Cada vez me costaba más trabajo volver a colocarme la ropa de hombre y salir a la calle a pretender ser uno, porque, en ese punto, yo sentía que yo no era hombre, que me sentía más cómoda siendo una mujer. Marlenne era una chica a quien conocí en la secundaria. Habíamos intentado ser novios, pero pronto descubrimos que nos llevábamos mucho mejor como amigos, y eso es lo que habíamos sido durante los últimos once años. Sin duda alguna, era mi mejor amiga.

Mi sentir femenino había llegado a tal grado que el hecho de que las personas me trataran como hombre me producía un dolor casi físico. Motivada por esa situación, decidí contarle a Marlenne mi gran secreto, con el objetivo de convencerla de que me tratara como chica. Estaba muerta de nervios y miedo, aunque en el fondo sabía que ella lo entendería y no tendría ningún problema en comenzar a verme como su amiga en lugar de su amigo. Y así fue. Luego de compartir con ella mi más grande secreto, sentí cómo mi alma se liberaba y me sentía más plena; más yo. Desde ese mismo momento, y hasta el día de hoy, Marlenne me trata como mujer. Fue ella quien me ayudó a escoger mi nombre de chica: Lizet.

La historia de vida de Marlenne, a diferencia de la mía, sí que era por demás interesante. Sus padres, que nunca se casaron, se separaron cuando ella tenía cinco años. Su madre conoció a otro hombre y tuvo otras dos hijas con esta nueva pareja. La relación de Marlenne con sus medias hermanas no era buena, e incluso había llegado a pelearse a golpes con una de ellas, lo que derivó en que su padrastro la echara de su casa antes de que ella terminara la universidad.

Viviendo con una de sus tías, logró graduarse de la licenciatura en Psicología con uno de los mejores promedios de su escuela. Tiempo después consiguió un empleo en una dependencia gubernamental que se encarga del bienestar de los niños y sus familias. Allí conoció a un sujeto cuyo nombre será mejor dejar en el anonimato. Este individuo estaba a cargo de la gestión de varios centros penitenciarios estatales, y sus oficinas se encontraban en el mismo recinto que las de Marlenne, por lo que era habitual que se encontraran varias veces durante el día, naciendo así el diálogo que los llevaría a formar una relación sentimental.

La naturaleza del trabajo del novio de Marlenne lo llevó a desarrollar un carácter más bien arisco, contrastando completamente con la afabilidad de mi amiga, dando así lugar a diferencias irreconciliables que los llevaron a terminar su relación aun cuando él ya le había entregado el anillo de compromiso. Estar tan cerca de concretar un casamiento para cancelarlo a último momento sumió a Marlenne en un estado depresivo que se prolongó por casi dos años, período en el que intentó infructuosamente comenzar nuevas relaciones afectivas que invariablemente acababan mal, dejándola más triste que como había comenzado.

Esto cambió cuando conoció a Nayeli, mujer abiertamente bisexual y con una vibra verdaderamente imponente, que atraía las miradas de propios y extraños cada que entraba en una habitación. No tanto por su físico, que era más bien discreto, sino por su personalidad extrovertida y su evidente capacidad de liderazgo. Ella y Marlenne se hicieron muy amigas, pero Nayeli nunca escondió la atracción que sentía hacia Marlenne, quien, al principio, activó todas sus barreras al no considerarse lesbiana. No obstante, poco a poco Nayeli fue abriéndose paso y derribando una a una las defensas de Marlenne, convenciéndola de intentar una relación amorosa.

Eventualmente, Nayeli se convirtió en la mejor pareja de Marlenne. En una ocasión en la que me invitó a desayunar para platicar, me comentó que, de hecho, ella siempre había sentido esa atracción hacia las mujeres, pero nunca lo había externado por haber crecido en un entorno altamente religioso y conservador, pero que la aceptación de sí misma era el mejor regalo que Nayeli había traído a su vida. Tan bien marchaba la relación que habían decidido unirse en matrimonio. En esa época, el matrimonio entre personas del mismo sexo no era legal en México, por lo cual su unión se llevaría a cabo en Las Vegas, Nevada, Estados Unidos. Ese mismo día me dio la noticia: quería que yo, en mi lado femenino de Lizet, fuera su dama de honor.

Continuará.

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